miércoles, 21 de octubre de 2009

FRANKENSTEIN VS. EL CAPITAL


Si me preguntaran cuál es mi película de ciencia ficción favorita de todos los tiempos, la respuesta sería clara: Robocop. También podría decantarme por otras elecciones más o menos canónicas, como Blade Runner, Alien (el octavo pasajero) o 2001: Una Odisea en el Espacio. Pero la verdad es que ninguna de las anteriores resulta tan perturbadora, cruel y repleta de abyectas dobles lecturas.

Dirigida por un amante de lo sórdido como es el holandés Paul Verhoeven, Robocop partía de un argumento prototípico para la serie B: un policía es salvajemente tiroteado en acto de servicio y sus restos (básicamente el rostro, un trozo de cerebro y una parte de la columna vertebral) son insertados en un cuerpo metálico e informatizado, dando como resultado una nueva clase de agente de la ley incansable, casi invulnerable y con un código de actuación inamovible. Lo que podría haber degenerado en un panfleto fascistoide sobre la necesidad de mano dura en el mundo actual o directamente en una fantasía irrelevante, se convirtió bajo las órdenes de Verhoeven en una memorable sátira sobre el capitalismo, el mundo de los negocios y las corporaciones y también en una relectura del mito de Frankenstein y la resurrección.

Robocop es también un brillante espectáculo de acción que combina a la perfección el entretenimiento puro con la descarada visión de sus creadores sobre los Estados Unidos. De hecho, el propio director afirmaba que su película era simplemente la visión de un extranjero desconcertado en la norteamérica de finales de los 80.

Violencia y cirugía

Hoy en día sería impensable que un producto hollywoodiense contuviera la imparable, repugnante e insólita violencia contenida en Robocop. Desde luego no es una película para el público infantil, pero el hecho de haberla descubierto de niño ha contribuido a la intensidad con que recuerdo algunas escenas (y creo que lo  mismo le ocurre a mucha gente de mi indefinible "generación"). En primer lugar, el asesinato del agente Murphy se me antoja como la muerte más traumática que yo recuerde haber visto en pantalla. El mal absoluto que encarna la banda de Clarence Bodiger (memorable villano) se une al sufrimiento físico del policía, retratado con un regusto absolutamente gore que tienta al espectador a desviar la mirada. Además, el martirio del agente para luego "resucitar" en un cuerpo indestructible da el primer aviso sobre las intenciones de la cinta: sólo en una sociedad enferma podría darse un trato semejante a su "salvador", o mejor aún, a su Cristo.

Más orgías de líquido rojo y vísceras se dan en la conversión de Murphy en Robocop (angustiosas escenas de la operación en plano subjetivo), en todos los tiroteos (donde parece que en vez de balas se usan misiles antitanque, a juzgar por los impactos), en la clásica secuencia del malhechor derretido en ácido (un punto culminante de explícito gore aún no igualado por el cine comercial) o en la lucha final entre Murphy y Clarence.

Espiritualidad y dividendos

Además de esa acción deudora del lenguaje del cómic (Frank Miller guionizó la segunda parte), Robocop denuncia a las grandes corporaciones y a sus ejecutivos como monstruos sin alma, capaces de privatizar una ciudad entera y desposeerla de un mínimo de seguridad incitando la delincuencia extrema desde los despachos y la consiguiente demanda de un nuevo modelo de agente de la ley capaz de hacerla frente. No hay que olvidar que el film se rodó en el punto álgido del reaganismo, cuando la agresividad en el mundo de los negocios no conocía ética ni límites. Así pues, tenemos a la OCP como macro-empresa capaz de proporcionar al viejo Detroit (símbolo de la decadencia del modelo industrial clásico) la posibilidad de reciclarse en la flamante Delta City. El camino hacia esa reconversión conllevará inducir el caos en las calles para abrir las oportunidades de negocio de la OCP, en un mercado donde las vidas humanas no son más que otra moneda de cambio.

Tampoco hay que olvidar en este sentido la descripción de la rivalidad entre los ejecutivos de la gran empresa, capaces literalmente de acribillarse los unos a los otros para conseguir sus objetivos.

Frente a esos hombres de negocios, la heroicidad y la verdadera humanidad persisten en el nuevo agente robótico cuando éste toma consciencia de sí mismo y de sus recuerdos en un periplo existencialista en busca del alma y la esencia humana. De este modo, hallamos otra mirada de Verhoeven hacia un clásico de la cultura moderna como es Frankenstein. Y también asistimos a la brillante construcción del personaje de Murphy/Robocop, cuya desolación al saber lo que ha ocurrido verdaderamente conmueve y hace que el espectador empatice con sus ansias de venganza y justicia.

En definitiva, una obra comercialmente bien entendida, mordaz como pocas, espectacular e impactante. Un clásico contemporáneo que, bajo su apariencia de entrenimiento sádico pone el acento en la incorregible habilidad de algunos seres humanos (cierta clase de empresarios y poderosos en general) para llevarse por delante todo lo que se oponga a sus inconsolables ansias de poder.